Friday, March 29, 2024  |

By Don Stradley | 

HACE CUARENTA AÑOS, EL TRIUNFO DE SUGAR RAY LEONARD SOBRE WILFRED BENITEZ MARCÓ EL LÍMITE ENTRE DOS EXTRAORDINARIAS DÉCADAS Y EL ASCENSO DE UNA NUEVA SÚPER ESTRELLA

La zurda salió como de la nada, veloz y picante, con apenas 30 segundos restantes en el reloj en el 15to y último round. Fue lanzada por el retador de 23 años de edad, Sugar Ray Leonard, y rozó la frente del monarca del CMB en el peso welter, Wilfred Benítez. Durante la mayor parte del round ambos habían peleado cabeza a cabeza, lanzándose duros golpes al hígado y uppercuts. El gancho sorprendió a Benítez. Su cuerpo se doblegó antes de que cayera de rodillas. 

Fue la segunda vez en que fue derribado esa tarde. Se puso de pie inmediatamente, sacudió la cabeza, se alejó del árbitro Carlos Padilla y pareció dar la impresión lejana de un hombre en control de sus sentidos. El combate había sido táctico, con ambos boxeadores luciendo en sus rostros las marcas de una lucha callejera. El rostro de Leonard se notaba lastimado, sus labios hinchados, la frente de Benítez estaba cortada al medio, como si le hubiesen golpeado con un pequeño pico. Benítez recibió el conteo de protección de espaldas a Padilla. Hizo un gesto de negación hacia el ringside, con su blanco protector bucal expuesto entre sus dientes. Leonard se recostó contra un rincón neutral. Sintiendo que la pelea estaba en sus manos, sonrió cansinamente. 

Había sido un choque intenso, con cada round vibrando con un peligro latente y visible. «Desde el punto de vista técnico”; dijo Ángelo Dundee, asesor de Leonard, en la conferencia de prensa posterior, «se hicieron más cosas en esta pelea que las que hemos visto en mucho tiempo».



Ray Leonard probó ser más que un campeón olímpico talentoso y un niño mimado de la prensa ante Wilfredo Benítez. (The Ring Magazine)

A pesar de que anunció oficialmente el arribo de Leonard, la noche en la que él derrotó a Benítez no tuvo el mismo impacto que los futuros combates de Sugar Ray, ni tampoco generó citas memorables como las famosas «no más», o «estás arruinando todo, hijo». Y, aun así, fue un evento que había sido publicitado al máximo, un encuentro entre dos enormemente talentosos futuros miembros del Salón de la Fama, ambos atentos al hecho de que un solo error podría costarles la pelea. 

Los 4.600 asistentes reunidos en Las Vegas esa noche para presenciar el evento más taquillero en la historia del boxeo fuera del peso pesado (Leonard ganó $1 millón de dólares, el campeón Benítez un poquito más) habían sido atraídos al Caesars Palace como moscas a la miel, todo gracias a la creciente noción de que Leonard estaba a punto de transformarse en el nuevo rostro del boxeo. Por un momento en la historia, pareció que el mayor nombre del deporte sería el de un competidor muy por debajo de la división de peso pesado. «Una vez cada tanto, un boxeador aparece y cambia todos los números», dijo el promotor Bob Arum. Sin dudas, Leonard ya había ganado un par de millones de dólares sin siquiera pelear por un campeonato. Ahora, con Benítez sangrando y mareado, parecía que Leonard estaba a punto de ganar su primer combate profesional.

«Una vez cada tanto, un boxeador aparece y cambia todos los números».

Benítez supo que el combate se le escapaba, por lo cual salió para el 15to round como un pistolero buscando liquidar a su presa. Esta no era su manera preferida de hacer las cosas, pero comenzó castigando a Leonard, aguantando bien hasta que cayó presa de esa zurda corta de Leonard. En el momento justo en que Benítez caía, miró hacia arriba para mirar a Leonard. Su rostro mostró pánico, confusión, decepción. Fue el tipo de momento íntimo que puede pasar en el boxeo, pero casi en ningún otro deporte. Ese momento en el que haces contacto visual con la persona que ha venido a quitarte una parte de tu vida y de tu modo de ganarte tu dinero. Cuando Benítez se puso de pie, Padilla le preguntó si se sentía bien. Benítez asintió. Padilla indicó que siga la pelea. Leonard arremetió con todo, lanzó una dura derecha a la cabeza. Benítez sacudió su cabeza apenas lo suficiente como para hacer que Leonard erre, pero Leonard siguió con un uppercut de izquierda que estalló en el rostro de Benítez. El campeón se tambaleó. Por primera vez en la pelea, o quizás en toda su carrera, pareció carecer completamente de respuestas. El retador lanzó tres golpes más, todos fallidos. Si uno de ellos hubiese conectado, quizás Benítez hubiese terminado afuera del ring. Padilla intervino.

Fue una noche de viernes, el 30 de noviembre de 1979, hace 40 años, y Las Vegas era testigo no solamente de un cambio de guardia, sino del comienzo de una nueva era muy significativa. La década del 1970 estaba terminando, la época de Ali estaba llegando a su fin, y con ella las discusiones políticas, la rabia y el dolor de la guerra de Vietnam. La década de 1980, un tiempo de avaricia y diversión y glamour, estaba a punto de comenzar. A pesar de que Leonard había ganado una medalla de oro en las Olimpíadas de 1976, era realmente un atleta de los ‘80s, encapsulando mucho de lo que esos años iban a simbolizar. Leonard era un nuevo tipo de boxeador, con mucha habilidad para los negocios y astucia entre las sogas del ring. Era común escuchar decir que Leonard sería algún día el CEO de alguna firma de Wall Street.

Había llegado a Las Vegas como una semi-deidad, y circulaban sobre él todo tipo de especulaciones y halagos. Posó para fotos junto a Cher, y habló cándidamente con la prensa sobre su deseo de ser especial. La impresión general era que representaba a un personaje refrescante, algo que el boxeo necesitaba desesperadamente. La carrera de Ali había sido un circo, según lo escribió Dave Kindred del Washington Post, mientras que la de Leonard fue un «picnic en el parque». En algún momento, Red Smith (periodista del New York Times) le pidió a Dundee, viejo entrenador de Ali, que los compare a ambos. «No puedo compararlo con Ali a sus 23 años», dijo Dundee. «Ali era demasiado intrincado, tenía demasiados intereses. Este chico es un muchachito de barrio». Cus D’Amato, a quien todavía le faltaban un par de años para soltar a Mike Tyson en público, proclamó que Leonard era el «mejor terminador de peleas desde Joe Louis». Los elogios sonaban a coronación temprana. 

Gracias a su sonrisa siempre lista para las cámaras, sus modos tan expresivos y el hecho de que a veces se presentaba en público vistiendo un sombrero de capitán de yate, muchos de sus contemporáneos despreciaban a Leonard comparándolo con un invento de los medios. No lo era. Era un boxeador. Pero sin importar si estaba siendo proclamado como el mejor o estudiado en profundidad, él seguía siendo un misterio. «Leonard es como una mujer hermosa”, decía Jim Jacobs, manager de Benítez. «Nunca se sabe qué está ocultando. Recién después de esta pelea sabremos lo que Leonard pueda estar escondiendo». 

Mientras tanto, Benítez había comenzado su carrera como niño maravilla, un prodigio adolescente que había ganado el título de peso welter junior de la AMB a sus 17 años (siendo aún hoy el boxeador más joven en ganar un título de boxeo, en lo que seguramente será un logro nunca superado) y lo hizo ante el admirado campeón colombiano Antonio Cervantes. A sus 21 años, Benítez era apenas dos años más joven que Leonard, pero ya era visto entre los expertos como una especie de leyenda viviente. Era conocido por no ir muy seguido al gimnasio, pero aun así era capaz de superar ampliamente a la mayoría de sus oponentes. Teddy Brenner, armador de peleas del Madison Square Garden en las décadas de 1960 y ’70, diría de Benítez que «en algún momento fue el mejor boxeador del mundo». Aun así, Leonard fue instalado como favorito 3 a 1, algo extraño considerando que nunca había peleado más de 10 asaltos.


Diez meses antes de entrar en el ring contra Leonard, Benítez se enfrentó al campeón titular de peso welter Carlos Palomino en Puerto Rico:

Los operadores de apuestas quizás se sintieron influenciados por los constantes problemas de Benítez con Gregorio, su padre y manager por entonces. Benítez era malicioso, impulsivo e inmaduro. Quería ser independiente, pero no estaba equipado emocionalmente para manejar esa independencia. Había estado en una burbuja de boxeo desde sus 7 años de edad. Benítez contrató a Jacobs para manejarlo justo antes del combate ante Leonard. Jacobs era un hombre de boxeo, muy entusiasta pero que no podía arrastrar a Benítez al gimnasio. La leyenda cuenta que Benítez no entrenó más de nueve días para Leonard, el oponente más notable de su carrera. 

Leonard, por su parte, estudió el estilo de Wilfred y desarrolló una buena estrategia. «Yo lo atacaría desde todos los ángulos concebibles”; diría más tarde, «cambiando la velocidad como si fuese un pitcher en el montículo». 

Y durante los primeros rounds, el plan de Leonard fue perfecto. 

Luego de un intenso duelo de miradas inicial, Leonard tomó el control del primer asalto, sacudiendo a Benítez con un gancho de izquierda seguido por un derechazo. Imposibilitado de conectar un segundo golpe, Leonard se calmó y se puso a trabajar metódicamente – Ali le había aconsejado antes del combate que se ponga serio, y que no se pavonee – y en el tercero conectó un jab repentino que sentó a Benítez en las lonas. 

La rápida caída motivó a Benítez. En el cuarto y quinto, mareó a Leonard con su propio jab de izquierda, un golpe demoníaco y feroz que explotaba con la velocidad de una navaja abriéndose. Leonard trató de devolver el fuego, pero Benítez era muy elusivo. Éste era el Benítez más feliz, el genio con alma de niño que había dejado a tantos oponentes tirando golpes al vacío, ganándose el apodo de «El Radar». 

Pero para el séptimo asalto el impulso de la pelea había cambiado de manos. Un corte de cabezas le había abierto un corte a Benítez. Peor aún, su mano izquierda lo molestaba. Leonard lo sacudió en el noveno y le sacó el protector bucal en el 11ero, un round febril en el que Leonard mantuvo a Benítez contra las cuerdas y le dio una golpiza. El 12, 13 y 14 fueron rounds cerrados, que se desarrollaron como un choque de esgrima entre dos duelistas magistrales. Leonard estaba arriba en las tarjetas, pero a medida que se acercaba el fatídico 15to round, Dundee le dijo lo contrario. Era, según Dundee, «una pelea muy, muy cerrada. Sal ahí y pelea como un animal». Tal como lo haría muchas veces en los siguientes años, Leonard produjo un final explosivo. 

La ferocidad de ambos quedó evidenciada. Benítez ignoró el dolor de su mano izquierda y salió a buscar a Leonard. Plantado como un viejo Tony Galento en la puerta de su taberna en Nueva Jersey, dejó su astucia de lado y salió a fajarse. De algún modo, fue la hora de brillar para Benítez, justo hasta el momento en que Padilla entró y le puso fin al combate cuando faltaban apenas seis segundos. «Quizás ahora”; dijo Howard Cossell, de ABC, «ya no dirán que Sugar Ray Leonard es puro cuento» Mientras el nuevo campeón Leonard saltaba en brazos de sus manejadores, Benítez miraba a Padilla con lo que United Press llamó «un desencajado aspecto de incredulidad». 

Lo que siguió fue un estruendoso festejo, ahogado en parte por una ominosa cascada de abucheos. Muchos pensaron que la detención del combate fue innecesaria y que le habían robado a Benítez la dignidad de poder escuchar el último campanazo. Benítez no lograba asimilar el golpe de haber experimentado su primera derrota como profesional. En medio del caos que estalló sobre el ring, los boxeadores se abrazaron.

Hubieron rumores en Las Vegas de que Padilla había decretado el final antes del límite porque cierto jugador había apostado $50.000 que el combate terminaba en nocaut. La historia no tenía asidero. Padilla hubiese podido detener el combate en el 11er round, cuando Benítez estaba sobre las cuerdas y había perdido ya su protector bucal. Aun así, no sería la última vez en la que los cínicos erraban el disparo tras una pelea de Leonard. 

Esa noche, Leonard se salteó la celebración y regresó a su suite en el Caesars. Su cuerpo estaba golpeado, y se pasó una hora remojándose en la bañera. Su reflejo en el espejo del baño era inquietantemente desagradable. Sin duda, ya era un cliché decir que él era el nuevo Ali. Y, aun así, un boxeador con una pegada no tan devastadora como la de Benítez lo había dejado dolorido en su baño. Tal como lo hizo notar en su autobiografía «The Big Fight», Leonard pensó en retirarse. Se preguntó si algún día sufriría daños cerebrales. 

Y así comenzó «La Era de Ray Leonard», un período de unos siete años en los que el jovencito peso welter de Palmer Park, Maryland llegaría a ser la mayor atracción del boxeo. Leonard nunca llegó realmente a reemplazar a Ali, aunque su carrera fue igualmente dramática y a menudo inspiradora. Fuera del boxeo, Leonard hizo televisión y fue promotor. Para sorpresa de algunos, nunca llegó a ser un líder empresarial. En lugar de eso, sus años posteriores al boxeo han sido típicos de un boxeador que alguna vez fue famoso. Por un tiempo, pareció que su legado tenía menos que ver con sus peleas y más con el modo en que controlaba su carrera. Leonard les demostró a los boxeadores del futuro que no tenían por qué estar a merced de mánagers y promotores. Ni siquiera Ali disfrutó de tanto control, y ningún otro boxeador más allá de Ray Robinson, el primer «Sugar», ha logrado tomar las riendas de su destino con la frente tan en alto. Pero a diferencia de otros que lo han seguido, Leonard casi siempre hizo peleas vistosas. Al recordarlas, sus peleas parecen pequeñas obras de arte, eventos deportivos que permearon hacia la cultura popular. 

Nadie lloró por Benítez en aquella noche de 1979. Él era un tipo joven todavía. Pero su futuro era nefasto. Abandonó el boxeo a los 37 años y terminó de regreso en su tierra en Puerto Rico, debilitado y al cuidado de su madre. Leonard lo visitaría 30 años después de aquel combate. Se le preguntó a Benítez si reconocía al hombre que tenía enfrente. 

«No», dijo Benítez. «Pero sé que me derrotó».